Sara. Principios de noviembre…
Cuando llegué a la cafetería a los pies de la Gran Vía aún faltaba más de media hora para las cuatro y casi dos para la hora en la que había quedado con Anna allí, pero me gustaba aquel lugar, y cuando vi que el pequeño rincón junto a la ventana que me encanta estaba disponible, una sonrisa enorme se dibujó en mis labios.
Me gustaba pensar que allí trabajaba mejor, quizá por eso había cogido por costumbre ir un par de tardes a la semana, aunque es posible que el hecho de que una de mis compañeras de piso pareciera incapaz de pasar más de cinco minutos sin devorar a su novio en cualquier zona común de nuestro apartamento también tuviera algo que ver.
Con un cappuccino enorme ya entre mis manos me dirigí hacia los dos sillones enfrentados en uno de los extremos de la cafetería, dejando mi café sobre la pequeña mesita baja que había entre ellos antes de sentarme en el sillón de espaldas a la puerta. Saqué mi portátil, mi agenda y mi libreta repleta de notas y dejé mi abrigo y mi cartera en el sillón de enfrente para guardar el sitio y evitar que se estuvieran acercando continuamente a comprobar si el lugar estaba libre.
Luego, empecé a trabajar, distrayéndome a ratos con la gente que pasaba junto al ventanal sin ni si quiera percatarse de mi existencia. No podía evitar mirar e imaginarme mil historias distintas, vidas que ni si quiera existían pero que tomaban forma en mi imaginación, antes de que el sentido de la responsabilidad me hiciera sacudir la cabeza y volver a trabajar.
Tenía que preparar un par de clases que iba a dar la semana que viene a los alumnos del grado de Literatura. En realidad, sabía que debía ser mi director de tesis quien las diera, pero lo cierto es que me encantaba enseñar, explicar la teoría y buscar mil ejemplos y debatirlos con los alumnos, y quizás por eso hacía un poco la vista gorda cuando me cargaba con más trabajo del que debería, por eso y porque esperaba poder conseguir la plaza de profesor cuando acabara mi doctorado, aunque pareciera imposible.
Acababan de pasar las cinco cuando el aviso de una llamada empezó a sonar en mi móvil.
—¡Hey! ¿Qué pasa? —saludé al descolgar.
—¡Hola, guapa! —sonó la voz alegre de Anna al otro lado del teléfono—. ¿Estás ya en la cafetería?
—Sí, me he sentado en los sillones del fondo, junto a la ventana.
—¡Genial! Pero verás… —dudó—. No creo que pueda ir al final.
—Oh, ¿y eso? ¿todo bien? —pregunté preocupada dejando el portátil sobre la mesita para tomar el café y centrarme en ella. Luego ante su silencio insistí—. ¿Ha pasado algo?
—Nada grave, es solo… No me encuentro muy bien —murmuró dudosa.
Fruncí el ceño confundida, porque lo cierto es que a mí me había parecido que sonaba bastante bien. En realidad, casi me la había imaginado caminando hacia allí con una enorme sonrisa.
—¿No te encuentras bien…?
—Vale, no es eso, es que no puedo ir —confesó sin necesidad de que insistiera.
—Sabes que no necesitas ponerme una excusa, ¿no? —murmuré un poco divertida por su extraña actitud—. Ya te dije que iba a venir de todas formas a trabajar aquí, así que no te preocupes si no puedes venir.
—Lo sé, lo sé, pero… Verás…
—Veré…
—¿Te he hablado de Carlos?
Apenas pude abrir la boca para contestar, con el ceño fruncido y cada vez más confundida por cómo se estaba desarrollando aquella llamada.
—Carlos, mi compañero de Jurisprudencia internacional —continuó antes de que pudiera decir nada—. Alto, moreno, tiene unos ojos verdes preciosos y es super majo. Es mi compañero en el trabajo que te comenté.
—Me has hablado de él, aunque no lo describiste tan así… —murmuré sin saber muy bien a donde iba esto.
—Bien, pues ya sabes cómo es, lo que te viene genial porque él sí que va a ir a tomar un café.
—Perdona, ¿qué?
—Tiene que estar a punto de llegar, ¡sé simpática!
No tuve tiempo de decir nada más, el sonido de la línea cortada me dejó completamente boquiabierta. ¿Quién era esta persona y que había hecho con mi siempre tranquila Anna? Aunque, si era sincera, desde que habíamos retomado el contacto tras años de distancia, Anna se había mostrado de todo menos tranquila. Sabía que estaba tratando de ampliar su círculo social, que quería conocer gente, hacer cosas nuevas, pero no esperaba que entre todas aquellas experiencias estuviera la de tenderme una emboscada como esa. Por dios, ¿estaba el tal Carlos enterado de todo el plan?
—¿Sara…?
Alcé la mirada aún en medio del estupor, con el móvil todavía en mi mano y me encontré de frente con él. Anna tenía razón: era alto, moreno y muy atractivo, aunque quizás fue su sonrisa, algo tímida y nerviosa, la que consiguió conmoverme.
Iba a matarla. Le había dicho que no quería conocer a nadie, no aún. Poco me importaba que hubiera pasado ya más de un año desde mi última relación —un desastre del que, sin duda, es mejor no hablar—, y que no hubiera salido con nadie desde entonces. Me había propuesto centrarme en la tesis, en conseguir el doctorado de una vez y, con suerte, lograr la tan ansiada plaza como profesora en la facultad. ¿Cómo podía pensar que presentarme a un chico guapo y con pinta de adorable iba ayudarme con eso?
—Perdona, me habré equivocado —habló de nuevo ante mi silencio.
—No, no —me disculpé con rapidez sintiéndome un poco estúpida—. Soy Sara, disculpa, ¿Carlos?
—¡Sí! Menos mal —suspiró con alivio antes de dedicarme una sonrisa de nuevo temblorosa—. ¿Te importa…?
Señaló con un pequeño gesto el sillón frente a mí y no dudé en incorporarme para quitar mi abrigo y mi cartera y dejar que se sentara. Sin embargo, apenas ocupó el espacio con sus propias cosas antes de girarse hacia mí.
—Voy a pedirme un café y enseguida vengo, dame un segundo —habló apresurado antes de desaparecer.
En el instante en el que me quedé sola, dirigí de nuevo la atención a mi móvil buscando la conversación que tenía con Anna.
Sara: Te voy a matar, ¿te has vuelto loca?
Anna: Ohh, vamos, reconoce que es guapo y te prometo que es un encanto. Dale una oportunidad, de verdad, es perfecto.
Sara: ¡Pues sal tú con él!
Anna: Es perfecto para ti. De verdad, no me preguntes cómo lo sé, instinto.
Sara: ¿Instinto? Repito, ¿te has vuelto loca?
Sara: Me parece genial que quieras conocer gente y esas cosas porque tuvieras una especie de revelación. Estoy super contenta de que volvieras a ponerte en contacto conmigo, de verdad que sí, pero esto… no.
Anna: Venga… no te enfades.
Sara: Espera, ¿él lo sabe?
Sara: Ni se te ocurra desconectar ahora, ¿lo sabe?
—Perdona —la voz de Carlos me sorprendió de nuevo cuando apareció otra vez y se sentó frente a mí—. Mierda, creo que ni si quiera me he presentado. Soy Carlos, encantado.
Me sonrió, inclinándose hacia delante para ofrecerme su mano en un gesto que me pareció un poco formal, pero que acepté con una sonrisa.
—Sara.
—¿Sabes algo de Anna? Creí que ya estaría aquí cuando llegara.
—Pues… —dudé—. Me acaba de llamar, no va a venir.
—¿No? —se sorprendió—. Pero ¿todo bien?
Su preocupación no hizo sino ponerme más nerviosa, porque parecía que él tampoco sabía nada de aquel maravilloso plan que Anna había trazado y yo no tenía ni idea de cómo iba a explicárselo sin morir de la vergüenza.
—Sí, sí, es solo… —aparté la mirada sin saber muy bien qué decir.
—No tienes por qué decírmelo, eh, no te preocupes. Si no es nada grave, me alegro —me tranquilizó con una sonrisa y desestimando el tema con un gesto, pensando seguramente que mi aturullamiento se debía a que no quería contar alguna intimidad o algo así—. Puedo consultarte yo las dudas que tenemos para el trabajo.
Le vi dejar el móvil y el café sobre la mesita de centro para sacar su portátil y encenderlo. No tenía ni idea de qué le había dicho Anna a él, pero parecía ser mucho más elaborado que lo que me había dicho a mí. En realidad, a mí solo me había preguntado si me apetecía quedar a tomar un café. Parecía algo inofensivo, ¿no? Dios… No iba a volver a aceptar ningún tipo de plan que me propusiera en los próximos diez años por lo menos.
—Anna me dijo que no te importaba ayudarnos, espero que no te haya liado mucho —Ni te lo imaginas, pensé al verle lanzarme una mirada apenada—. Prometo no enrollarme mucho. Son algunas dudas sobre normativas de derecho digital intracomunitario…
Iba a matar a Anna, lenta y dolorosamente, aun no tenía muy claro cómo exactamente, pero estaba dispuesta a buscar libros sobre los métodos de la inquisición para documentarme. ¿Derecho digital intracomunitario? ¿Intracomunitario de qué?
Me di cuenta entonces de que Carlos parecía haber terminado de formular la primera de sus preguntas o algo por el estilo porque me miraba en silencio como esperando una respuesta. Y aunque no creía que supusiera ningún tipo de diferencia, no había escuchado nada. Supe en ese momento que mi única salida, la más digna posiblemente, era la sinceridad, porque si tenía que fingir que sabía de lo que hablaba iba a fastidiarla seguro.
—No creo que pueda ayudarte… —murmuré un poco afligida.
Le vi levantar la mirada de su portátil en el que parecía estar listo para escribir lo que fuera que esperaba que le dijera. Me miró por un momento confundido, antes de desviar la mirada un poco nervioso.
—Lo siento —se disculpó—. He sido un poco maleducado, ¿no? Ni si quiera te he invitado a un café…
—No, no, no es eso —traté de tranquilizarlo sintiéndome mal por mostrarme tan tensa.
—Como Anna comentó que habías trabajado en un proyecto de producción digital para la Unión Europea, pensó que podrías ayudarnos y yo no quería entretenerte mucho…
No pude evitar reírme, una risa mezcla de nerviosismo e incredulidad que le acalló por completo en un instante. Iba a matar a Anna, iba a matarla en cuanto la viera.
—Lo siento, lo siento —me disculpé sin saber muy bien por qué—. Es que no tengo ni idea de derecho digital, no tengo ni idea de derecho en general —traté de contener mi risa nerviosa de nuevo—. Colaboré en la traducción de un informe para la Unión Europea sobre nuevas formas de literatura y literatura digital, ni si quiera lo traduje yo porque no soy traductora, solo asesoré en la traducción, es lo más parecido a lo que has dicho que se me ocurre que he hecho.
—No entiendo nada… —murmuró confundido.
—Yo aún estoy tratando de entenderlo.
—Pero eres Sara, ¿no? La amiga de Anna…
—Sí, sí, es… —cerré los ojos un segundo tomando aire antes de fijar mi mirada en la suya—. Anna ha pensado que haríamos buena pareja.
—¿Qué?
Pude ver su rostro pasar de la confusión a la auténtica estupefacción en una serie de muecas que si no fuera porque formaba parte de aquella horrible situación hubiera encontrado tremendamente graciosas.
—Te juro que no tengo nada que ver con esto —me apresuré a aclarar—. Yo pensaba que iba a tomar un café con Anna y ponernos al día. Dios, seguro que incluso tienes pareja.
Me encogí un poco en mi asiento queriendo hacerme más pequeña hasta que la vergüenza pasara. Hacía rato que había dejado mi portátil sobre la mesa, después de la llamada en la que Anna había desvelado su plan, y solo tenía mi café ya frío entre las manos, al que me aferraba casi como una especie de salvavidas.
—No tengo pareja —murmuró sin terminar de salir de su confusión dejando despacio su portátil ahora cerrado sobre la mesa.
Por un instante nos quedamos mirándonos como dos tontos, nerviosos, avergonzados y sin idea de qué decir, hasta que él rompió en una carcajada y yo no dudé en acompañarlo. ¿Qué se supone que debía decirle?
—Ahora sí que no sé si debería haberte invitado al café… Aunque puede que sea un estereotipo un poco anticuado —murmuró sin dejar de sonreír mientras se pasaba la mano por el pelo en un gesto nervioso.
No podía negarlo, era guapo, con el pelo revuelto y esa sonrisa mitad avergonzada mitad divertida. Dios, era totalmente mi tipo, y lo odiaba, así que no pude evitar mirarlo en busca de defectos: quizá demasiado larguirucho y con la nariz algo torcida, pero por desgracia nada de aquello parecía importar mientras me preguntaba qué podía pensar él de mí.
—En realidad, quizá debería invitarte yo, conozco a Anna más tiempo, me siento un poco responsable —murmuré antes de lamentarme—. Ay, me sabe fatal que te haya engañado para venir hasta aquí.
—Ey, no es culpa tuya —trató de consolarme, aunque no estoy segura de por qué—. A ti también te ha engañado, ¿no?
—Sí, bueno, pero yo iba a venir aquí igualmente —me encogí de hombros.
—¿Sueles venir mucho? —preguntó interesado.
Desvié mi mirada para fijarla en algún punto más allá de la ventana tal y como él había hecho, viendo a la gente pasar a nuestro lado con una pequeña sonrisa dibujándose en mis labios. Parecía haberse recuperado un poco de la sorpresa inicial, aunque aún no estaba del todo segura sobre cómo había encajado todo el asunto.
—Bueno, sí… no sé, me gusta trabajar aquí y ver a la gente pasar.
—No eres abogada, ¿verdad?
Me reí levemente, divertida por la idea. Había sido una opción, «mi opción razonable» la había llamado cuando aún trataba de decidir qué estudiar, antes de que me fuera imposible negar que solo quería dedicarme a la literatura, aunque fuera más difícil, aunque todos pensaran que era un error. Negué con la cabeza y le di un nuevo sorbo a mi café.
—Lo cierto es que no —sonreí mirándole de soslayo atenta a su reacción—. Estoy terminando un doctorado en Teoría de la literatura y literatura comparada.
Vi sus ojos abrirse con cierta sorpresa y casi estaba esperando alguna de las múltiples bromas que solían gastarme cuando mencionaba mi doctorado, o el habitual cuestionamiento de su utilidad, pero sus ojos se llenaron de algo más cercano a la ilusión que el usual desdén.
—Tú estás en el postgrado de Anna, ¿no? Sobre Derechos Humanos —hablé cuando vi que se quedaba callado.
—Sí —asintió—. Creo que Anna y yo nos hemos hecho amigos tan fácilmente porque los dos hemos trabajado unos años en Derecho corporativo antes de… «ver la luz».
Se rio de su propia broma, una risa que parecía alegre, pero en la que detecté una cierta dosis de amargura que me sorprendió.
—Siempre quise estudiar Historia… —confesó en un susurro casi como si se avergonzara, desviando un segundo la mirada—. De ahí que ahora mismo te envidie un poco.
—Historia… Es una carrera bonita —le sonreí—. Pero también sé un poco sobre lo que estudiáis por Anna, a lo que queréis dedicaros… Y parece tan importante, tan necesario.
—Y lo es, sé que lo es…
—Siempre puedes dejarlo todo y empezar a estudiar Historia —sugerí, en una de esas bromas que tenían cierta dosis de seriedad, al verle dudar.
—No me tientes —se rio de nuevo.
Me incliné para dejar mi taza de café ya vacía sobre la mesa y pude ver como su mirada seguía el movimiento antes de fijarse en mí. Apretó los labios desviando sus ojos un instante a algún punto impreciso y me sonrió con timidez.
—¿Quieres otro…?
Fue apenas un murmullo bajo, una pregunta muy simple, que, de alguna manera, se sintió repleta de implicaciones. No sabía cómo había pasado, había sido solo un instante, llevada por la conversación y quizá su sonrisa, pero, por un momento, había olvidado por completo que solo éramos dos extraños a los que una amiga había tendido una trampa.
—Creo que sería demasiado café para mí —le sonreí un poco nerviosa.
¿Qué se suponía que debía hacer? No quería que se sintiera obligado a quedarse por algún sentido de la educación o amabilidad, aunque tampoco quería que se sintiera como si lo echara, eso sería muy desagradable por mi parte, ¿no? Además… ¿quería que se fuera?
—Ya…
—En realidad, estaba esperando a que viniera Anna para convencerla de pedirnos un trozo de tarta juntas —solté de forma inconsciente cuando le vi apartar la mirada con gesto serio—. Pero no tienes por qué quedarte, seguramente tienes cosas que hacer…. No sé.
—Podría compartir un trozo —murmuró mirándome de soslayo—. Siempre que no elijas la de calabaza…
Me reí, más por su tono que otra cosa, negando con la cabeza.
—Me gusta más la de zanahoria, pero aquí hacen una de Guinness con chocolate y cobertura de queso que está buenísima…
—Hecho.
Miré sorprendida cómo se levantaba y se dirigía a la barra sin darme la oportunidad de decir realmente nada más. Aquella no era la reacción que había esperado que tuviera después de enterarse de la encerrona de Anna, aunque, si era sincera, no tenía ni la más mínima idea de qué había esperado, ni si quiera había tenido tiempo para hacerme una idea de nada.
—No tenías por qué. —murmuré cuando volvió a aparecer colocando la porción de tarta con dos cucharas en la mesa entre nosotros. Me incliné para coger mi bolso—. Deja que te de la mitad.
—No, no —me detuvo.
—No es necesario que invites tú, de verdad.
—Y no invito yo —contestó con una sonrisa ladeada en sus labios—. Pensaba pagarle esta tarde a Anna un libro de clase que le pedí que me comprara en una librería especializada. Y he pensado… ¿por qué no invita ella?
Me erguí en mi asiento impresionada mientras sentía mis labios contagiarse de su sonrisa.
—Lo disimulas bien, pero tienes un lado perverso… —le dije aún sin dejar de sonreír antes de inclinarme para coger una cucharada de tarta—. Me gusta.
—Pues espera a que te diga cuánto dinero nos queda, porque era un libro carísimo —se rio él también.
Tomé una nueva cucharada haciéndole un gesto para que él también comiera y luego me quedé mirándole con atención mientras la probaba. Me parecía demasiado tranquilo, demasiado sereno ante la idea de aquella encerrona, y quizá es que yo era un poco nerviosa de más, pero no terminaba de comprenderlo.
—Tenías razón —murmuró sin dejar de mirar la tarta—. Está buenísima.
—¿Sueles hacer esto mucho?
—¿El qué? —preguntó confundido.
—Esto —dije señalándonos a los dos un poco nerviosa y consiguiendo que un rubor que me pareció muy mono se asentara en sus mejillas—. No sé…
—Si te soy sincero, no tengo ni idea de qué es esto —admitió con una sonrisa azarada.
—Si te soy sincera, yo tampoco —murmuré antes de soltar una pequeña risa más fruto de los nervios que la diversión—. Pero jamás había tenido una cita a ciegas ni nada por el estilo.
—No creo que sean muy habituales… parece más algo de las películas, ¿no?
—Creo que voy a limitar las horas de Netflix de Anna…
—Es una opción… Tú la conoces más tiempo que yo, ¿tengo que andarme con ojo por si tiene alguna otra ocurrencia? —preguntó divertido.
—No sabría decirte, es la primera vez que hace algo así… —murmuré con una sonrisa tímida. Luego, le miré por un instante, con las palabras atascadas en mi garganta hasta que decidí simplemente soltarlas—: ¿Puedo ser sincera? No es que quiera que te vayas, la verdad es que resulta entretenido hablar contigo, pero no quiero que te quedes por obligación o algo así.
—¿Puedo ser sincero yo también? —preguntó tras un momento un poco cohibido—. Quiero quedarme, no sé… Ha sido una sorpresa, no diré que no, pero no puedo decir que sea mala.
—Vale… —murmuré sin saber muy bien que decir.
—Hagamos una cosa —volvió a hablar en lo que me pareció un tono algo más sereno y seguro—. Sinceridad absoluta, si quieres que me vaya me lo dices, si quiero irme lo diré, ¿vale?
—Me parece bien —le sonreí—. Así que… me gustaría que te quedaras.
—Bien, porque me gustaría quedarme —sonrió también—. ¿Por qué no me cuentas en qué estabas trabajando antes de que te asaltara con dudas de jurisprudencia intercomunitaria?
—Si luego me cuentas qué demonios es eso… —bromeé haciéndole reír.
Y entonces empezamos a hablar, primero sobre el trabajo, contando anécdotas, yo de la universidad y él de su temporada como abogado corporativo y sobre el nuevo postgrado que estaba haciendo con Anna. Luego sobre cine, hablando de los últimos estrenos después del verano, de películas que queríamos ver y de las últimas que habíamos visto.
No sé muy bien cómo pasó, una conversación entrelazó con otra, un tema derivó en otro y el tiempo, de alguna manera, se evaporó. No sé en qué momento decidimos dejar la cafetería y dar una vuelta. Quizá cuando empezamos a hablar de la ciudad y quisimos ir a ver cómo había quedado la Plaza de España tras su reforma.
Noviembre había llegado frío, pero a ninguno de los dos parecía importarnos.
Siempre había pensado que Madrid era una ciudad preciosa para pasear cuando no tenías prisa por llegar a ningún lugar, cuando podías perderte y simplemente caminar. Sobre todo en otoño, que aún no hacía demasiado frío, ni sus calles estaban masificadas ante la llegada de la Navidad, pero el bochorno del verano quedaba atrás. Era una pena que aquello se olvidara con tanta facilidad una vez vivías allí y todo se convertía en prisa y agobio.
—¿Cuál es tu color favorito? —pregunté de pronto cuando empezábamos a subir las escaleras para llegar al Templo de Debod.
Carlos, que iba justo delante de mí, se giró apenas para lanzarme una mirada extrañada y el pequeño rubor en sus mejillas, no sé si por el esfuerzo o por timidez, me hizo sonreír.
—No es una pregunta tan difícil —murmuré divertida por su reacción.
—Ya, ya… No sé… ¿azul?
Me reí comenzando a caminar a su lado cuando llegamos al final de las escaleras y mirándole confundida por su respuesta.
—¿Me lo estás preguntando?
—No, no, azul —repitió más contundente.
—¿Qué azul? ¿Azul turquesa? ¿Azul marino? ¿Azul cobalto…?
Me miró confundido mientras nos deteníamos en el mirador y yo trataba de mantener mi gesto serio ante su ceño fruncido. Estaba presionando un poco, quizá porque encontraba adorable la manera en la que parecía ponerse nervioso.
—Eh… No creo que haya pensado muy a fondo sobre este tema, ¿es importante? —preguntó confundido—. ¿Es ahora cuando me preguntas por mi horóscopo?
—¿No serás Acuario?
La expresión de su rostro me hizo reír de nuevo, apoyándome en su hombro en lo que esperaba que fuera un gesto apaciguador.
—Estoy de broma, Carlos, me da igual tu horóscopo.
—Menos mal… —susurró mirándome con una pequeña sonrisa aún apoyada en su hombro—. Porque creo que sí que soy Acuario.
—¿En serio? Pues lo he dicho por decir… —murmuré apartándome divertida para mirarle—. Y mi color favorito también es el azul.
—¿Cobalto? ¿Turquesa? ¿Marino…?
Pronunció las palabras con una cierta seriedad sobreactuada que me hizo reír sin remedio, sobre todo cuando lo escuché unirse a mí, antes de fijar mi mirada en él de nuevo, pensando en decirle que, en realidad, a mí me gustaba ese azul intenso a medio camino entre el verde. Sin embargo, las palabras que salieron de mis labios fueron muy distintas.
—Con esta luz tus ojos se ven casi azules… —susurré.
—Con esta luz tus ojos se ven preciosos…
No pude contener la sorpresa en mi rostro y cuando vi como sus mejillas se coloreaban con cierto azoramiento, apartando la mirada nervioso, me di cuenta de que quizá él también había hablado sin pensar, y su naturalidad y timidez, una vez más, me resultó encantadora.
—Eso ha sonado demasiado cursi… —se lamentó.
—Ha sido muy bonito, gracias, pero no hace falta que digas esas cosas. Sinceridad total, ¿recuerdas?
Me reí por mi propia reprimenda en broma, pero mis palabras le hicieron fruncir el ceño.
—He sido sincero —murmuró sin dejar de mirarme antes de torcer ligeramente la cabeza en un gesto que le había visto ya un par de veces cuando parecía estar pensando en algo—. ¿Por qué crees que Anna te ha organizado esto…?
—¿Porque está un poco loca? —pregunté como si fuera obvio.
—No, en serio, ¿por qué crees que te ha elegido a ti?
Le miré sin terminar de entender qué era realmente lo que estaba preguntando, porque me daba la sensación de que estaba buscando una respuesta muy concreta que yo no sabía cuál era.
—¿Por qué crees que te ha elegido a ti? —le devolví la pregunta confundida.
Me miró en silencio un instante, como si siguiera buscando en mis ojos la respuesta, antes de apartar la mirada con un suspiro, fijándola en la puesta de sol que ignorábamos frente a nosotros. Había algo rondando su mente, una idea que no sé si le avergonzaba, le entristecía o lo que fuera que le hiciera sentir que era difícil decirla en voz alta.
—Es posible que esto haya sido culpa mía… —susurró finalmente mirándome a apenas de soslayo.
—¿Culpa tuya…?
—Hace unas semanas preparando un trabajo con Anna estuvimos hablando y… —suspiró de nuevo—. Puede que le dijera que me sentía un poco solo.
—¿Te sientes solo…?
Chasqueó la lengua, moviéndose levemente sobre sus pies en un gesto nervioso que le alejó un poco de mí. Había agachado la cabeza y esquivado mi mirada, en una postura que me pareció demasiado derrotista.
—Todos nos sentimos solos de vez en cuando —traté de consolarlo.
—Ya… —sonrió con reconocimiento—. No fue algo tan serio, el típico comentario que uno suelta cuando ha bebido un poco de más y está en medio de una conversación sobre antiguas relaciones y decisiones importantes…
—Creo que puedo entender eso —me reí pensando en mis propias fiestas de autocompasión con helado y vino.
—Ni si quiera pensé que se lo tomaría en serio —comentó avergonzado mirándome otra vez de reojo—. Ella me acababa de hablar de un chico con el que no puede estar y cómo sentía que había perdido la oportunidad o algo así y yo simplemente, no sé por qué acabé diciendo algo que es posible que metiera esta idea en la cabeza de Anna…
—Sinceramente, no creo que Anna haya necesitado mucho aliciente… —traté de tranquilizarlo, antes de fruncir el ceño—. ¿Te habló de un chico…?
Levantó la cabeza de pronto, mirándome sorprendido.
—Mierda, pensé que lo sabías —masculló azorado—. Olvida que he dicho nada…
—No, no —negué con la cabeza aún confundida—. No te preocupes, no diré nada, es solo que me sorprende que no me lo haya contado…
—Quizá fue también algo que dijo por el momento y tampoco era tan… yo qué sé.
—Puede ser, igualmente, no creo que esto sea culpa tuya —me reí al decirlo—. Ni si quiera creo que debamos hablar de culpas, no sé tú, pero yo me lo estoy pasando bien.
—Yo también —sonrió mirándome de nuevo.
Nos quedamos mirándonos un momento, mientras todo a nuestro alrededor parecía oscurecerse cada vez más conforme el sol se ocultaba. No había mentido, había sido algo extraño, una conexión espontánea, entremezclada con muchos nervios y bastante timidez. Sin embargo, no dejaba de tener la sensación de que la forma en la que se había originado todo parecía estar interponiéndose entre nosotros de una manera un poco incómoda.
—¿Sientes algo por Anna?
—También comenté que me parecías guapa…
Hablamos los dos a la vez, sorprendiéndonos mutuamente, y en el momento en el que le escuché me sentí avergonzada y alagada a partes iguales por sus palabras, y tremendamente estúpida por las mías, pero no tuve tiempo de hablar antes que él.
—¿Por Anna? No, que va —habló con cierto atropello—. A ver, nos llevamos genial y es guapa, pero ella y yo…
—Ha sido una tontería, olvídalo —le pedí abochornada haciendo aspavientos nerviosos con las manos—. Por favor, olvídalo.
Empecé a caminar hacia el templo, alejándome del mirador y un poco también de él, necesitando por un momento moverme y poner distancia, no sé muy bien por qué o para qué.
—No me hubiera quedado a tomar un café contigo si hubiera sentido algo por Anna —murmuró caminando a mi lado—. O lo hubiera hecho en otros términos, creo…
—Sí, sí… —susurré queriendo que mis palabras desaparecieran—. Hemos dicho sinceridad y si algo has sido, ha sido sincero, por lo que yo no debería…
—Sara, no pasa nada, de verdad, no me he ofendido ni nada.
—No pretendía ofenderte —contesté deteniéndome.
Ni si quiera había pensado en aquella posibilidad y cuando me giré hacia él para disculparme de nuevo, suspiré, tratando de aliviar el nudo que parecía haberse formado en mi pecho.
—¡Dios! No sé por qué me he puesto tan nerviosa de pronto.
—A mí en parte me alegra no ser el único que sucumbe a los nervios —bromeó con una sonrisa velada en un intento de consolarme que me pareció encantador.
Y consiguió hacerme sonreír, porque era cierto que, durante toda la tarde, había sido más él que yo quién se había mostrado a ratos nervioso o tímido. Suspiré. Quizá llevaba demasiado tiempo sin hacer esto, sin salir con alguien nuevo, sin pretensiones, o quizá con demasiadas. Me había centrado en la tesis, en las clases, en mí y en mis amigas, y todo aquello me encantaba, y ojalá fuera una de esas personas que no necesita nada más, pero había entendido demasiado bien esa sensación que había descrito y que le había empujado a decirle a Anna que se sentía solo, y eso, debía significar algo.
Le miré, aguardando a mi lado con una pequeña sonrisa, y vi en él una posibilidad, no podía decir si de amistad o de algo más, pero una posibilidad que no quería simplemente rechazar.
—Me ha gustado mucho coincidir contigo hoy… —susurré dedicándole una pequeña sonrisa al tiempo que la suya se extinguía.
—¿Por qué eso me suena a despedida?
—Porque quizá lo es…
Hice una pequeña mueca, desviando mi mirada al suelo antes de mirarle de nuevo.
—Siento si algo que he dicho… —empezó a decir.
—No, no, no es eso. Es que… —traté de tranquilizarle con una pequeña sonrisa.
Me sentía de nuevo de alguna manera más serena, aunque sabía que lo que iba a hacer quizá era un riesgo y una parte de mí no quería hacerlo.
—¿Sabes…? Cuando he llamado a Anna me ha dicho que creía que podíamos ser perfectos el uno para el otro. Por instinto ha dicho —dije encogiéndome de hombros sin poder mirarlo. Ante su silencio continué—. Y sé que es una locura, pero lo he pasado realmente bien esta tarde y una parte de mí está deseando decirte que vayamos a cenar y sigamos hablando sin parar porque hacía muchísimo tiempo que no conectaba así con una persona, pero me da la sensación de que la forma en la que ha empezado esto está como interponiéndose un poco por mucho que lo hayamos hablado, y sé que hemos dicho todo lo de la sinceridad, y no digo que no hayas sido sincero, pero…
—Son muchos peros… —murmuró haciéndome reír nerviosa antes de mirarle.
—Solo quiero estar segura cuando cenes conmigo de que estás ahí porque quieres estar…
Aparté la mirada nerviosa y sintiéndome un poco estúpida por lo que acababa de decir, que muy posiblemente había estropeado todo.
—Quizá es por eso… —susurró de nuevo inclinando de nuevo la cabeza en ese gesto suyo.
—¿El qué?
—El porqué Anna te ha organizado esto —me sonrió con timidez—. Porque no se me ocurre ninguna razón por la que no querría cenar contigo.
Le sonreí un poco azorada y conteniendo la broma que pulsaba en mis labios en un intento de quitarle intensidad al momento.
—No tienes por qué…
Sus labios sobre los míos detuvieron mis palabras en un beso que, al igual que él, fue dulce, tímido y encantador. Se había acercado sin que me diera cuenta y me había pillado totalmente desprevenida, pero cuando me di cuenta de lo que estaba pasando una sonrisa incontenible se dibujó en mis labios, correspondiendo su beso y entrelazando mis brazos en su cuello para acercarme más a él.
No sé cuánto tiempo estuvimos así, con mis manos enterradas en su pelo y las suyas abrazando mi cintura, mientras nuestros labios parecían incapaces de separarse, de alejarse. Hasta que un suspiro le puso fin, aunque apenas nos distanciáramos.
—Como la opción de cenar hoy está descartada —susurró contra mis labios mientras yo seguía esquivando sus ojos—. ¿Por qué no quedamos el viernes para cenar…?
—El viernes es mañana…
—Lo sé.
Me alejé para encontrarme con su mirada mientras una sonrisa se dibujaba en mi rosto y empezaba a asentir poco a poco.
—¿Y si quedamos aquí mismo…? —propuse—. Mañana a las ocho o así, y si alguno de los dos se lo ha pensado mejor…
—Crees de verdad que no vendría… —murmuró con una sonrisa y antes de que dijera nada siguió—. Mañana aquí, a las ocho.
—Vale —le sonreí de vuelta.
—Vale —repitió—. ¿Te acompaño hasta el metro…? Tengo que coger la línea 10…
—Yo la tres —contesté empezando a caminar a su lado en dirección a Plaza de España—. Y he pensado… Creo que, sin importar lo que pase mañana, deberíamos decirle a Anna que ha ido fatal. Ya sabes, para no potenciar mucho esta faceta alcahueta suya.
—Mi faceta… ¿perversa la has llamado?, ve muchas posibilidades de entretenimiento con esto…
Me reí sin poder evitarlo, apoyándome de nuevo en su hombro cuando nos detuvimos en un semáforo.
—Creo que necesitaré tu número para ponernos de acuerdo con los detalles… —dijo como si nada, y no pude evitar pensar que mi momento de debilidad le había dado algo de fuerza.
—Démosle largas hoy, digámosle que no queremos hablar, y si mañana nos vemos, intercambiamos teléfonos… —propuse mirándole de nuevo.
Y aunque el semáforo se puso en verde, ninguno de los dos se movió. Sabía que estaba siendo precavida de más, que quizás estaba tensando demasiado la cuerda y la verdad es que no estaba terminando de entender por qué lo hacía, por qué me saboteaba de esa manera. Sin embargo, él sonrió y pude sentir sus dedos tanteando los míos antes de entrelazarse.
—Hecho —susurró.
Sin soltar mi mano cruzamos la calle y la plaza, antes de bajar a la estación, y se despidió de mí donde las líneas se separaban, con un beso y una promesa de vernos al día siguiente. «Hecho» pensé, esperando que aquello solo fuera un principio.
Cuando llegué al lugar entre el parque, el mirador y el templo aún faltaba más de media hora para las ocho, pero esperaba que no mucho para la hora en la que Carlos apareciera. Me gustaba ese lugar, tenía una serenidad extraña que, con la puesta de sol en el horizonte, se llenaba de matices y colores repletos de una magia en la que me perdí por completo, y cuando unos dedos se deslizaron entre los míos, entrelazándose en un pequeño abrazo, una enorme sonrisa se dibujó en mis labios…
Deja una respuesta