La boda

La boda

Marcos. Mediados de febrero…

Estaba torcida. A la derecha. Ahora a la izquierda. Otra vez a la derecha. Y otra vez a la izquierda. No iba a rehacerla. No, no iba a hacerla de nuevo. No quedaría igual si la rehacía. Quedaría peor. O mejor… No, no iba a rehacerla. Pero está torcida. Sí, a la derecha… Ahora a la izquierda otra vez. Uuufffff. ¿Por qué había querido llevar pajarita? Ah sí, porque quedaban mejor con los tirantes y había querido llevar tirantes… ¿¡Por qué no se quedaba recta!?

El sonido de la puerta a mi espalda casi me hizo entrar en pánico. ¡No estaba listo! Tenía que mear, arreglar el traje, revisar que tenía los anillos y los votos y, sobre todo, conseguir que la pajarita se quedara jodidamente recta. Me giré para decirle a mi hermana, quizá gritarle, que no estaba listo, pero no era ella la que había entrado.

—¿Qué haces aquí? ¡No podemos vernos antes de la boda! —clamé.

Mario se rio y se acercó en apenas unos pasos con una pequeña sonrisa. Joder, qué guapo estaba. ¿Y cómo podía estar tan tranquilo? Seguro que había venido a decirme algo malo, era la única razón para que él viniera, todos sabían que, si había que darme malas noticias, tenía que dármelas Mario. ¿Se habría quemado la finca? No huelo a humo. Oh, dios, ¿se habría inundado? Quizá había reventado la fosa séptica, ¿hacen eso las fosas sépticas? ¿Tenía una la finca? Olería, ¿no? Ay, dios, ¿y si se había muerto alguien? ¿¡Y si alguien había destrozado la tarta!?

—Puedo ver cómo entras en pánico —murmuró frente a mí mientras me enderezaba la pajarita—. Te recuerdo que todo esto fue idea tuya.

—Pero se supone que tú estás ahí para detenerme cuando tengo una idea horrible —le dije con voz más aguda de lo normal—. ¿Por qué hemos hecho esto? Deberíamos haber ido al juzgado como tú querías, firmar los papeles, comer con cuatro o cinco personas y volver a casa a acurrucarnos al sofá, quizá incluso hubiera accedido a ver una de tus películas esas eternas y aburridas.

—Marcos…

Pronunció mi nombre con aquel tono que solo él sabía poner, el que hacía que me centrara en él, y cuando le miré, cogió mi rostro entre sus manos para dejar un pequeño beso en mis labios y todo el ruido en mi cabeza simplemente se apagó.

—Tú querías un gran día y yo quería que tuvieras un gran día —murmuró contra mis labios antes de dedicarme una nueva sonrisa—. Vamos… ¿Cuándo has dicho tú que no a una fiesta?

Cogí aire y finalmente, le sonreí. ¿Cómo iba a estar de mal humor cuando él estaba tan feliz? Daba igual que el día fuera un desastre, él y yo no lo seríamos, pero más valía que no le hubiera pasado nada a la tarta, la tarta, no.

—Bien, ahora que estás tranquilo… las malas noticias —murmuró con una pequeña risa antes de alejarse para sentarse en un sillón.

—¡Lo sabía! —clamé señalándolo.

Él volvió a reír y miro a su alrededor.

—¿Por qué tu habitación es más grande que la mía? A mí no me han puesto flores.

—Suéltalo —dije sentándome frente a él, antes de coger aire y ponerme recto con gesto serio—. Estoy preparado.

Y sí, yo era una drama queen y es posible que lo exagerara un poco de más, pero me encantaba hacerle reír con mi dramatismo.

—No se ha quemado nada, que yo sepa, pero es posible que tu hermana y mi hermano se hayan peleado.

—¿Se han peleado? —pregunté confundido—. ¿Por qué? Si no se conocen de nada.

—Se conocieron en la despedida…

—Bueno sí, pero vamos, ni si quiera hablaron.

—No, no, hablar no hablaron, pero al parecer se acostaron.

Le miré. Me miró. Una sonrisa tensa en sus labios. Parecía divertido y a la vez no. Silencio.

—Es una broma, ¿verdad? —susurré.

—No…

—Sí, es una broma —dije yo sin querer creerlo.

—No, y al parecer se han acostado varias veces desde entonces —murmuró forzando aún más la sonrisa.

Me levanté y cogí uno de los cruasanes que había encima del tocador, metiéndomelo de golpe en la boca, no sé muy bien por qué, porque no tenía nada de hambre.

—Joder, se supone que no voy a beber hasta el banquete —murmuré tragando casi sin masticar—. ¿Tú lo sabías?

—No, al parecer querían llevarlo en secreto hasta después de la boda.

—¿¡Y por qué no lo han hecho!? —clamé—. Ahora me tengo que preocupar porque el capullo de tu hermano le rompa el corazoncito a mi pobre hermanita.

—Han discutido porque tu hermana se ha acostado con otro —explicó con calma.

—Pero será zorra… —mascullé indignado cogiendo un nuevo cruasán—. Podía haberse esperado a después de la boda…

—Bueno… Ahora que lo sabes, todos podemos hacer como si no hubiera pasado —dijo como si nada con una sonrisa.

—¿Y no podías simplemente no decirme nada? —pregunté aún con la boca llena.

Sabía que la comida no me quitaría los nervios, pero de verdad que me había prometido no beber hasta el banquete… Quizá lo adelantaba al coctel.

—Lo hubieras sabido en cuanto los hubieras visto, siempre lo sabes —suspiró y luego apartó la mirada en un gesto que me pareció sospechoso.

—Hay más… —murmuré señalándolo con el dedo—. ¿Qué más ha pasado? Por dios, que no sea la tarta…

—Teniendo en cuenta lo mal que se ha portado tu hermana, y que yo galantemente la estoy perdonando en nombre de mi familia…

—Oh, por dios —rodé los ojos—, si ha pasado una semana desde la despedida, ni que fueran ellos a casarse.

—…Creo que tú debes hacer muestra de la misma galantería —continuó ignorándome—, y no perder los nervios cuando descubras que mi madre ha traído su propio florista.

—¿Cómo?

—Puede que ahora tengamos una corona de rosas con la bandera gay frente al atril…

—Tienes que hablar con tu madre —dije rotundo.

—Y lo he hecho, pero resulta que tu madre ha traído palomas…

Le miré. Me miró. Sonrió. Y aunque la sonrisa era tensa en sus labios, parecía ante todo… divertido.

—Palomas… —murmuré sin terminar de creérmelo.

—Sí…

—Palomas…

—Exactamente.

—¿Vivas o muertas?

Frunció el ceño.

—¿Por qué iba a traer palomas muertas? —preguntó confundido.

—¡¿Por qué iba traer palomas vivas?! —clamé lanzándole un cruasán.

—Oye, es tu madre y tienes que admitir que es la clase de idea que se te ocurriría a ti —se defendió antes de que su mirada se perdiera en un punto impreciso y murmurara—. Supongo que es cosa de familia…

Le miré sin poder creérmelo. Parecía que me hablara del tiempo, o de una de esas series raras y profundas suyas. Mentira, con las series solía ponerse más nervioso.

—¿Cómo puedes estar tan tranquilo…? —fruncí el ceño—. Lo que sea que hayas tomado, quiero un poco.

Le oí reírse en una carcajada grave. Joder, qué bien le quedaba el puñetero traje.

—No me he tomado nada, ¿por qué iba a tomar nada?

—No sé, ¡tú dirás! —clamé nervioso cogiendo un nuevo cruasán—. Pero no entiendo cómo puedes estar tan tranquilo.

Él sonrió, solo sonrió y luego se levantó con calma, colocándose bien el traje antes de acercarse a mí y quitarme con delicadeza el cruasán de las manos.

—Sencillo —murmuró cogiendo mis manos con las tuyas—. Hoy me caso contigo, nada puede salir mal.

Y la dulce sonrisa que se dibujó en sus labios, la mirada que me dedicó y el tenue beso que dejó en mis labios antes de irse bajo la promesa de continuar todo más tarde consiguió tranquilizarme y creer realmente que todo iría perfecto.

Todo fue un auténtico desastre.

Lo cierto es que todo fue tan épicamente desastroso que casi parecía que lo habíamos organizado así y tenía que admitir que una parte de mí estaba disfrutando de lo lindo con todo el drama que se había creado, porque como espectador era una maravilla, pero lo cierto es que podía haber pasado todo otro día.

O no, porque no me imagino en que otra situación mi madre podría llevar palomas a un lugar para que acabaran cagándose sobre el vestido nuevo de mi prima la del pueblo, que ahora no sé muy bien por qué no se hizo cantante porque menuda potencia de voz había demostrado tener. Ella y su madre, que, por supuesto, había terminado peleándose con la mía, diciendo que lo había hecho todo a propósito en un complot extraño para vengarse porque ella le había robado a un tal Juan en el instituto. No quise preguntar.

También había sido una suerte que no hubiera alérgicos a las flores porque entre las que habíamos contratado nosotros y las que había traído mi suegra casi podría haber montado una floristería. Eso, o una carroza del orgullo, porque mi sobria boda en rojo, blanco y negro se había convertido en todo un arcoíris de color.

Y lo cierto es que casi me sentía tentado a pedirle las copias impresas de sus discursos para el brindis a mi hermana y mi cuñado porque la cantidad de indirectas que habían incluido no era ni medio normal. Y eso que se habían conocido hacía una semana. Tenía que haber sido intensa, porque para que se hubieran puesto a rehacer los discursos, incluyendo incluso referencias literarias… Mi cuñado, que no le había visto con un libro en las manos en todos los años que le conocía, había citado a Shakespeare. ¡Shakespeare! La cara de Mario, que había sido el que había identificado al cita al oírla, sí que había sido un poema al oírlo…

—¿Marcos…? —la voz de Mario me sorprendió en medio de mis pensamientos.

Lo vi aparecer por el pequeño sendero que conducía a la zona de la finca escondida que se notaba que estaban arreglando para poder utilizar en el futuro, con una copa en la mano, su pajarita desaparecida y los primeros botones de su camisa abiertos.

Sabía por el rubor de sus mejillas que seguramente venía de bailar o de ese intento extraño de baile que había estado haciendo con sus primos, y por la sonrisa en sus labios que muy posiblemente me había adelantado en la ingesta de alcohol.

—¡Sabía que te colarías aquí en cuanto pudieras! —clamó señalándome.

Me reí, porque era verdad, había querido ver este lugar desde que me habían dicho que no se podía pasar porque estaba cerrado al público todavía. Y lo cierto es que no entiendo muy bien por qué no lo enseñaban, porque el lugar era bonito. Una pequeña plaza de pequeñas losas de colores, escondida entre los cipreses y los árboles, que sería ideal para pequeños cócteles en el futuro.

—Tu hermana le acaba de tirar una copa a mi hermano en la cara —murmuró acercándose como si me contara un secreto—. Sin querer, por supuesto.

Me eché a reír sin poder evitarlo, haciéndole reír a él antes de que me abrazara. Era sorprendente, pero encantador, que el estuviera más borracho que yo, moviéndose sobre sus pies sin soltarme, haciéndonos bailar con la inercia. Apoyé mi cabeza en su hombro y disfruté del momento de tranquilidad en todo nuestro día de caos.

—Si te digo una cosa, ¿prometes no enfadarte? —susurró con voz pastosa.

—No —me reí.

—Me lo imaginaba —suspiró con dramatismo alcoholizado—. Pero como te quiero, creo que debes saberlo… La tarta… estaba horrorosa.

Me detuve de golpe, alejándome un paso y llevándome la mano al pecho en un gesto de dolor.

—¿Cómo puedes decir eso? —grazné.

—Marcos, por dios —murmuró mirándome serio—. ¿De qué narices era?

—¡De todas las frutas del mundo! —clamé.

Me miró. Le miré. Sonreí.

—Imposible —dijo tajante.

—Es lo que prometían y es lo que han dado…

—Imposible.

—Que sí —insistí ante su ceño fruncido—. Que me pasaron una lista.

—¿Pomelo?

—Por supuesto.

—¿Maracuyá?

—Sí.

—¿Litchi?

—Claro que sí.

—¿Ampero?

—¡Já! —le señalé—. ¡Ese te lo has inventado!

—¿Estás seguro…?

—Segurísimo —dije con orgullo—. Me estudié la lista.

—¿La que te envió la pastelería o la de todas las frutas del mundo?

Le miré con el ceño fruncido.

—¿Quieres empezar nuestro matrimonio rompiendo mis ilusiones?

—Un solo bocado de esa tarta tiene que haber roto todas tus ilusiones… y tus papilas gustativas —se rio.

Y sus palabras me indignaron tanto que sentí la necesidad de tirarle algo, cualquier cosa, y como lo único que encontré fue una servilleta arrugada no dudé en lanzársela, viéndola caer patéticamente entre nosotros sin llegar siquiera a rozarle. Nos quedamos en silencio un segundo viendo la servilleta en el suelo, antes de que Mario rompiera en una enorme carcajada doblándose sobre sí mismo.

—Vete a la mierda —refunfuñé.

Pero cuando intenté pasar por su lado, me detuvo en un abrazo del que intenté desprenderme, sin muchas ganas, en realidad, porque ambos sabíamos que si quisiera irme tenía fuerza más que de sobra para librarme de él, aunque los últimos meses de gimnasio se le notaban…

—No, no, no te enfades —me detuvo entre risas dejándome besos por toda la cara. Me resistí un poco, porque me gustaba hacerme de rogar, pero cuando sus manos se deslizaron por mi estómago haciéndome cosquillas no pude evitar reír con él—. Venga, reconócelo, estaba asquerosa.

—¡Ni muerto! —bramé entre risas—. ¡Es mi tarta de todas frutas del mundo!

—¡Y te sorprendes por las palomas!

—¡No me puedes comparar! —contesté sin dejar de retorcerme antes de decidir contraatacar.

—Vale, vale, paz, paz —resopló abrazándome para que no le hiciera cosquillas.

Nos quedamos abrazados, aún recuperando el aliento después de las risas. Y no pude evitarlo, enterré la cara en su cuello e inspiré con fuerza. Siempre me había gustado el barullo, la fiesta y el caos; y siempre había estado en su centro, buscando o creando ese caos. Sin embargo, ahora estaba ahí, apartado de todo y dejándome abrazar por su serenidad, por mi chico tranquilo, el que rehuía las fiestas y prefería una noche tranquila con una película intensa.

—Soy muy feliz ahora mismo —susurré contra su cuello.

—Joder, Marcos —contestó él apretando nuestro abrazo—. Y yo…

Y nos quedamos allí, abrazados y en silencio, como si no hubiera nadie más allí. Pero lo había…

—¡M&Ms!

La voz de Lucía nos hizo reír a los dos, separándonos para verla entrar a trompicones en la pequeña explanada. Ella sí que se había pasado con el alcohol, y por la manera en la que ahora se llevaba la copa a los labios, no parecía dispuesta a bajar el ritmo.

—¿M&Ms? —preguntó Mario divertido.

—Ha sido idea de Claudia, tú relleno de chocolate y Marcos de cacahuete crujiente —explicó con una sonrisa acercándose a Mario antes de bajar un poco la voz—. Tu hermano, que, por cierto, está casi más bueno que tú, porque tú siempre serás mi favorito, me está tirando los tejos pero a saco… —habló con voz arrastrada por el alcohol—. Lo cual, sin duda, incentivaría, si no fuera porque lo está haciendo con todas y tu hermana —dijo poniendo la mano sobre mi pecho—, parece dispuesta a sacar ojos con un tenedor.

Lucía se detuvo entonces, frunciendo el ceño y mirando su mano sobre mi pecho antes de mirar a Mario a mi lado.

—No estaríais aquí para follar o algo, ¿verdad…?

—¿Eso es una proposición…? —murmuré sugerente y divertido.

—Es decepción lo que oyes en mi voz —contestó—. Os creía lo suficiente inteligentes como para, al menos, usar el baño, que, por cierto, está muy limpio, no hacerlo aquí en medio de material de obra. Y si queríais al aire libre hay una zona de césped detrás de la zona de la ceremonia que parece ideal.

—¿Has hecho un estudio o algo? —preguntó Mario divertido.

—Una tiene que estar preparada.

Y lo dijo poniéndose recta e intentando, no con mucho éxito por el alcohol y el tema en cuestión, adoptar aquella pose profesional que solía poner cuando tenía que hacer una presentación en alguno de sus eventos.

—Anda, volvamos a la fiesta —murmuró Mario pasando un brazo por sus hombros y entrelazando su otro brazo al mí para arrastrarme hacia la fiesta.

Y una vez estuvimos ahí nos perdimos entre chupitos, cócteles, mucho alcohol y muchos bailes horrorosos. Luego, cuando Claudia hizo sacar una enorme mesa temática de M&Ms, el azúcar y el chocolate se unió a la mezcla y todo se volvió un poco borroso. Un baile ridículo de ABBA, unos cuantos manteos al aire que por suerte no acabaron con nadie en el suelo, uno de los primos de Mario cayéndose en una fuente y uno de los míos tirándose detrás.

Vi a Mario de reojo, todo el mundo estaba allí por nosotros y queríamos pasar tiempo con ellos, disfrutar de cada uno de ellos y celebrar aquel día juntos, y no parecía haber tiempo suficiente para ello y a la vez estar juntos. Pero al verle, mientras toda la gente que queríamos se reía y disfrutaba a nuestro alrededor, no pude evitar recordar el momento en el que nos conocimos.

Era una mañana de invierno y hacía un frío horrible, casi tan horrible como mi dolor de cabeza. Me había pasado toda la noche trabajando en una horrible fiesta pija y como seguía siendo el pringado del equipo, básicamente porque había sido el último en llegar, me tocaba ir a primera ahora a la oficina para preparar el reporte mensual y una propuesta para un posible nuevo cliente que mi jefe había conseguido la noche anterior.

Así que había decidido dar un pequeño rodeo y pasar por mi cafetería favorita para conseguir un Caramel Macchiato con extra de nata y sirope, y, seguramente, también una supercookie con chispitas de chocolate, o quizás dos… Me guardaría una para después del almuerzo. Mi sueldo de becario no me daba para desayunar aquello todos los días, en realidad, me iba a arrepentir como la mierda de aquellos quince euros en cuanto viera mi cuenta corriente, pero hoy me lo merecía, me lo merecía mucho y nadie me lo iba a quitar.

Quizá por eso, cuando vi como una mano que no era la mía cogía mi adorado café de manera distraída no pude evitar reaccionar quizá un poco más brusco de lo que debería.

—Ey, ese Caramel es mío —mascullé sujetando su brazo.

El chico que se giró hacia mí, unos centímetros más bajo que yo, con el pelo castaño revuelto, una barba de tres días y unos bonitos ojos claros, casi me hizo sentir tentado a cederle mi café, sobre todo cuando un pequeño rubor cubrió sus mejillas. ¡Qué mono, por dios! Pero no iba a perder mi café por un chico que seguramente resultaría ser hetero.

—Eh… —dudó, antes de apenas susurrar—. Es un latte… pero si quieres cambiar…

Miré entonces el vaso de cartón que sujetaba, mucho más pequeño de lo que debería ser el mío antes de volver a mirar su rostro, sintiendo que era yo ahora el que enrojecía. Era una suerte que, con mi color de piel, no se me notara.

—Joder, mierda —mascullé soltándolo como si quemara antes de llevarme una mano a la cara—. Lo siento mucho.

—No pasa nada —habló mirándome un poco dudoso—. ¿Un mal día?

—¡Y eso que acaba de empezar! —me reí amargamente.

—Un Caramel Macchiato con extra de nata y caramelo y dos cookies —intervino la camarera extendiéndome mi pedido con una enorme sonrisa.

Cogí el pedido y miré las dos galletas antes de centrarme de nuevo en el chico frente a mí que, por alguna razón, aún no se había ido.

—Una galleta —le extendí—. Como ofrenda de paz.

Le vi mirar la pequeña bolsa sorprendido, antes de mirarme a mí de nuevo.

—Cógela antes de que me arrepienta, que va a ser muy pronto, te lo puedo asegurar.

—Yo… —murmuró cogiéndola dudoso—. ¿Te…Te apetece sentarte a desayunar? Puedes contarme porque tienes un mal día ya, cuando no son ni las nueve…

Fue mi momento de mirarle sorprendido. Había tartamudeado un poco y todo, qué mono, por favor. Luego pensé en su propuesta, ¿me apetecía sentarme con él? Sin duda, pero ya llegaba un poco tarde y… le di una mirada dudosa.

—Mira, creo que es mejor que sepas desde el principio que no soy muy de andarme con delicadezas —me expliqué antes de mirarle con una sonrisa pícara—. Soy gay y estoy soltero, si tú también, ¡genial! Me pasaré todo el desayuno intentando convencerte de que venir esta noche a mi casa es un planazo. Si no, ¡genial también! Haré lo mismo pero me conformaré con una bonita amistad esperando que algún día te des cuenta de que te has equivocado.

No sé muy bien por qué dije eso, quizá porque me había parecido demasiado mono y dulce y una parte de mí quería espantarlo cuanto antes. Y pude ver la sorpresa en su cara en momento en el que lo dije, antes de que una pequeña sonrisa divertida y jodidamente preciosa se dibujara en sus labios. Joder, ¿por qué tenía que encontrarme a un tío así el día que seguramente me veía como la mierda?

—Vale —contestó antes de dejar la bolsa con la galleta sobre la barra y extenderme una mano—. Soy Mario.

—Marcos —correspondí su saludo mirándole dudoso.

—Encantado, ¿nos sentamos? —propuso dirigiéndonos a una mesa cercana.

—No has contestado a mi pregunta —murmuré mientras me sentaba frente a él.

—A mí me ha parecido más bien una declaración…

—Había una pregunta implícita —insistí, más que nada porque su sonrisa divertida me tentaba a presionar.

—Que tendrás que responder tú mismo…

Y el tono algo sugerente de su voz me dio parte de la respuesta, y el resto, fue una mezcla de conversaciones, insinuaciones y risas que se extendieron durante días. Aquella mañana llegué tarde a trabajar y él se perdió una clase de la universidad, y lo cierto es que no pudo importarnos menos a ninguno de los dos, porque, desde aquel instante, no había habido nadie más. Sin importar que fuéramos la noche y el día, el caos y la serenidad.

Me había costado semanas convencerlo de venir a mi casa, a él meses convencerme de vivir juntos, y había habido cientos de discusiones, idas y venidas, momentos felices y no tanto, pero los dos lo habíamos tenido clarísimo cuando habíamos decidido casarnos casi ocho años después. Y ahora estábamos allí, rodeados de todo el mundo y una fiesta caótica y desastrosa que no podía evitar ver como un reflejo de mí, del mismo modo que la calma y el amor que me embargaba al verlo me parecía un reflejo de él.

Sacudí la cabeza, pensando que el azúcar y el alcohol me estaban volviendo demasiado cursi y aquello lo tenía que compensar de alguna manera. Así que me moví entre la gente hasta llegar a su lado y, sin darle tiempo a decir una palabra, cogí su cara con mis manos y estampé mis labios contra los suyos, iniciando un beso largo y profundo que le hizo reír a él y aplaudir a todos los que nos rodeaban.

Pero todo me dio igual, mientras mis labios jugaban con los suyos y nuestras lenguas se encontraban, a la vez que sus manos se apoyaban en mi pecho.

—¿Y si vamos a comprobar eso que ha dicho Lucía sobre los baños…? —susurré contra su boca sin querer separarme.

Esperaba, de nuevo, otra vez, muchos años después, que me parara los pies y me llevara hacia la sensatez, pero lejos de aquello me miró con una sonrisa, una sonrisa pícara en sus labios ya no sabía si era fruto del alcohol o la felicidad desmedida.

—Creo que prefiero buscar el trozo de césped detrás de la zona de la ceremonia…

Le miré sorprendido, pero con un nudo de emoción surgiendo en mi estómago a la vez que una sonrisa, réplica de la suya, se dibujaba en mis labios. Y cuando extendió su mano frente a mí, la cogí sin dudar, esperando el momento oportuno a su lado para escaquearnos sin que se dieran cuenta. No tardaría mucho en darme cuenta de que aquel día era solo un comienzo, un recuerdo feliz que estábamos construyendo, aunque sí que tardé unos cuantos años más en aceptar que la tarta había sido horrorosa.

↠ Foto de Marcelo Chagas

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