
Después de la lluvia
No hay más remedio para el amor que amar más.
Henry David Thoreau
Prólogo
Cuando la suave llovizna se detuvo, justo en el momento en el que alcancé lo alto de una de las colinas, no pude evitar notar la magia que había dejado tras de sí. Todo se sentía más vivo, intenso y profundo después de la lluvia, o al menos, yo lo sentía así. Allí arriba, dejé que todo aquel paisaje, con sus vastas praderas, el lago y la visión del mar a lo lejos, me sobrecogiera.
Nunca me había sentido tan perdida y, a la vez, tan segura de estar donde debía estar. Porque allí, en medio de ninguna parte, en un lugar muy lejos de cualquier sitio que alguna vez hubiera llamado hogar, sentí que mi corazón se rompía del todo. Y supe que no importaba lo lejos que me fuera, ciertas cosas viajarían siempre conmigo. Solo necesitaba encontrar la manera de que aquello no me destrozara.
El silencio a mi alrededor era tan atronador que no podía acallar mis pensamientos y, por primera vez en mucho tiempo, decidí dejarlos salir sin filtro ni barreras. Porque llevaban ahí tanto tiempo, silenciados, que empezaban a supurar bajo mi piel, oscureciendo todo y haciendo de mí una sombra, una sombra que se desdibujaba cada día un poco más hasta que, algún día, se perdería por completo.
Capítulo 1
La lluvia caía como una tupida cortina gris a nuestro alrededor, cubriendo el bosque que nos rodeaba y haciendo de aquella angosta carretera de tierra por la que hasta hace poco circulábamos un horrible lodazal. En medio de alguna parte del suroeste de Inglaterra, en uno de esos coches donde todo estaba al revés y mientras caía sobre nosotras lo que parecía ser el diluvio universal, no pude evitar preguntarme de nuevo qué demonios estábamos haciendo allí.
Recordé entonces aquello que solía decirme mi madre de que las cosas no siempre salen como las planeabas y que, ante eso, o te adaptas al cambio para sacar lo mejor de él, o dejas que te hunda, pero es posible que esa no fuera la metáfora más acertada para este preciso momento, porque una parte de mí realmente estaba notando como las ruedas del coche se hundían cada vez más en la piscina de barro que se había formado bajo nosotras.
El sonido de las revoluciones y las ruedas derrapando en el barro chirrió en mis oídos una vez más, haciendo que me estremeciera. Miré a Daniela, sentada a mi lado, para ver como presionaba el acelerador cada vez con más fuerza en un intento desesperado de que el coche saliera. Pero el coche no se movía, y no parecía que fuera hacerlo pronto.
—Quizá esa no sea la mejor idea… —murmuré un poco preocupada por su expresión.
Sin embargo, mi murmullo quedó acallado por el ruido del motor cuando volvió a presionar el acelerador.
—Dani… No vas a conseguir nada así —insistí un poco resignada cuando paró.
Pero mis palabras no parecieron gustarle pues, sin soltar su fuerte agarre sobre el volante, giró la cabeza hacia mí despacio, muy despacio, demasiado despacio. Y su mirada, mezcla de pánico y enfado, me hizo dudar de si estaba a punto de echarse a llorar o pensando en cómo matarme lentamente. Probablemente ambas cosas.
Sin embargo, a mí, todo aquel melodramatismo exacerbado que rodeaba la situación me hizo tener la que seguramente era la peor reacción posible si pretendía calmar a Dani.
—¡No te rías! —bramó.
Y su voz, teñida por el pánico, se volvió tan aguda, alcanzando casi niveles dolorosos, que solo consiguió que riera aún más fuerte. Lo ridículo de toda esta situación comenzaba a hacer mella en mí, siendo ya imposible de ignorar, pero al verla dejar caer la cabeza sobre el volante para esconderse tras su pelo y como su mano se aferraba al antiguo medallón que siempre colgaba de su cuello, me esforcé por detener mi risa.
—Daniela, tranquila, solo es lluvia —traté de tranquilizarla sin entender del todo el porqué de su reacción.
—No puedo dejar de pensar en todas esas noticias de gente que muere atrapada en su coche durante una tormenta —masculló incorporándose para dejarse caer sobre el respaldo de su asiento con los ojos cerrados.
—Pues quizá no es el mejor momento para pensar en eso —bromeé intentando lograr que sonriera—. Venga, tranquila, es solo una tormenta de verano.
—Lo sé, lo sé…
Dani giró la cabeza para mirarme. Siempre había tenido unos rasgos muy dulces, con esos enormes ojos azules y la nariz respingona, todo ello enmarcado por una preciosa melena rubia que no podía evitar envidiar, pero ahora, al mirarme con un pequeño mohín en sus labios, pensé que era adorable.
—¿No crees que deberíamos hacer algo…? —susurró tras un momento.
—¿Quieres que baje a empujar el coche?
No sé a quién de las dos le sorprendió más mi propuesta, pero al menos consiguió que Dani se olvidara por un momento del caos que nos rodeaba, poniéndose recta de repente y lanzándome una mirada extraña.
—¿Empujar el coche?
—Es lo que hacen en las películas, ¿no?
Ni siquiera yo estaba muy segura de dónde me venía esa idea, aunque a una parte de mí le pareció emocionante y divertido, sin importar toda la lluvia y el frío.
—No te ofendas, Emma, pero no eres capaz ni de levantar veinte kilos en el gimnasio.
—Nunca has ido conmigo al gimnasio —dije un poco indignada por su falta de confianza.
—Quizá porque tú no vas al gimnasio…
—Detalles… —bufé animada mientras abría la puerta para bajar del coche.
—¡Emma!
El camino de tierra que nos había hecho de carretera hasta hacía poco se había convertido en un cenagal en el que me hundí hasta los tobillos. No llevaba la ropa más apropiada para esto, notaba mis zapatillas como si hubiera una piscina dentro de ellas, el aire frío golpeaba mis piernas a través de las mallas y la enorme sudadera que llevaba se mojó por completo en apenas unos segundos. Aun así, no desistí, tratando de conservar el ánimo extraño que me había dominado.
Cerré la puerta con rapidez a mi espalda antes de que entrara el agua en el interior, sin querer que Dani se diera cuenta del desastre que había hecho en apenas un segundo, y di la vuelta al coche hasta situarme en la parte trasera. Tampoco tenía mucho misterio todo el tema de empujar un coche, te colocas en el culo y empujas. La teoría genial, la práctica… digamos que no tan genial.
—Por Dios, Emma, ¿qué haces? —oí preguntar a la voz alarmada de Dani junto a mí.
La miré de reojo entre el pelo mojado que empezaba a pegarse por toda mi cara. Dani había sacado un paraguas de vete tú a saber dónde y se removía nerviosa sobre sus pies sin dejar de sujetar con fuerza su medallón.
—Empujar el coche, y la verdad es que podrías ayudarme un poco —mascullé mientras volvía a empujar con fuerza—. ¿Puedes quitar el freno de mano?
—No está puesto…
—Mierda.
La oí inspirar hondo sin dejar de empujar, más por cabezonería que otra cosa.
—Emma… te vas a hacer daño…
—¡Venga, Dani! —me reí, una risa más repleta de nervios que de diversión—. ¡Ayúdame un poco!
Volví a empujar con todas mis fuerzas sin mucho éxito y noté que Dani no se había movido ni un ápice. Seguía ahí, totalmente recta, con su mirada fija en mí como si no se pudiera creer lo que estaba haciendo, y no me costó mucho darme cuenta de que no pensaba ayudarme. Suspiré a la vez que me incorporaba, agotada, aunque no quisiera dejarme contagiar por su derrotismo.
—¿Qué es lo que quieres que hagamos…?
—¡No lo sé! —me detuvo de forma contundente—. ¡No tengo ni idea de dónde estamos, ni de dónde está el hotel! Ni siquiera puedo ver si vamos en la dirección correcta porque no hay cobertura, ni red, ni nada. ¡Así que no lo sé! No tengo ni idea de qué…
Entonces sucedió uno de esos momentos que nunca te creerías a menos que lo vieras. Simplemente estornudé con fuerza y, al hacerlo, sentí como mi cuerpo se inclinaba hacia delante, haciéndome perder el equilibrio, y aunque intenté recuperarlo echándome hacia atrás, lo siguiente que supe es que, de alguna manera, había terminado sentada en el suelo cubierta de barro, deteniendo la diatriba nerviosa de Dani por completo.
—Pero… ¿qué has hecho? —dijo en un susurro apenas audible con el ruido de la lluvia.
No supe qué decir, quizá porque ni yo lo sabía. Y cuando vi a Dani llevarse una mano al rostro para cubrirse antes de estremecerse pensé que ya estaba, que había alcanzado su límite y ya no podía contener las lágrimas. Traté de incorporarme para consolarla, pero mis pies resbalaron en el barro haciéndome caer de nuevo, esta vez de frente, y apenas logré evitar llenarme la cara por completo de barro deteniendo la caída en el último momento con los brazos. Fue entonces cuando oí su risa, primero amortiguada tras su mano, luego alta y clara.
—¿Te estás riendo de mí…?
No sé por qué me indignó tanto, quizá porque realmente me había preocupado por ella y había hecho todo esto en un intento estúpido, y un poco patético, de animarla. Solo sé que es muy posible que mi reacción no fuera lo que se dice muy madura, porque no pude evitar tomar un puñado de barro y lanzárselo con fuerza.
El chillido ridículamente agudo que soltó Daniela me hizo entonces reír a mí, hasta que vi la facilidad con la que esquivó mi lanzamiento. Al contrario que yo, ella sí parecía haber mirado el tiempo antes de salir, así que llevaba unas katiuskas rosas monísimas a juego con su chubasquero. Iba tan maravillosamente perfecta que una parte de mí no pudo evitar tenerle cierto asco, sobre todo después de que esquivara mi segundo lanzamiento y riera de nuevo aún más fuerte.
—Por Dios, Emma —bufó entre risas—, lo siento, pero eso ha sido muy patético.
Estaba tan distraída riéndose de mí que no vio venir el nuevo puñado de barro que le dio de lleno en el pecho. Se quedó paralizada, su risa extinguida de repente, y me miró con tal indignación que tuve que reírme de nuevo. Hasta que Dani pegó una patada al barro a sus pies para salpicarme por completo en una venganza que, por alguna extraña razón, despertó mi lado más combativo.
—Has iniciado una guerra —hablé de forma dramática.
Oí a Dani gritar, antes de echar a correr y rodear al coche mientras yo trataba de levantarme. Cuando la alcancé, se reía nerviosa mientras trataba de sujetar el paraguas lo mejor posible a la vez que levantaba una mano para poner distancia entre nosotras.
—Lo siento, lo siento, lo siento —se disculpó con rapidez y nerviosismo—. Lo retiro.
—¡No puedes retirarlo! —me reí—. Tengo la cara repleta de barro para demostrarlo.
—En mi defensa, la mayor parte es obra tuya.
No quise escuchar nada más. Eché a correr tras ella, esquivando el paraguas cuando lo dejó caer en su huida para entorpecerme en medio de una enorme carcajada. Dimos unas cuantas vueltas al coche entre risas y lanzamientos poco certeros, olvidándonos, por un momento, de la lluvia y el frío, solo riendo como niñas mientras corríamos en medio de aquella locura extraña que parecía habernos contagiado.
Y estuvimos a punto de tropezar y caer al barro varias veces, pues quizá debido a todas esas veces que habíamos pisado el acelerador, en la parte trasera del coche se había formado un pequeño hoyo donde el agua se había estancado, dando lugar a un enorme charco. Y aunque Dani supo mantenerse en pie, yo, que nunca me he caracterizado por tener un gran equilibrio, acabé de nuevo tumbada en el suelo sin poder parar de reír.
Dani se detuvo al oírme caer y trató de contener su risa en vano mientras me preguntaba si estaba bien, sujetándose en el coche para no caerse cuando le sobrevino una nueva carcajada al verme en el suelo. No estaba muy segura de qué era lo que nos pasaba, la situación era tan ridícula que ni siquiera terminaba de creérmela yo que la estaba viviendo, pero al menos, pensé, si al final acabábamos siendo una de esas noticias de las que hablaba Daniela, habría sido divertido.
Y cuando parecía que nada sería capaz de calmarnos, el sonido de un coche acercándose nos paralizó por completo. La mirada de Dani se tornó horrorizada en apenas un instante, a la vez que trataba de ordenar su pelo cubierto de barro. No iba ni la mitad de mal que yo, pero en menos de un suspiro había desaparecido de vuelta a su asiento en el interior del coche para intentar mejorar su aspecto o, al menos, esconderse, dejándome allí para enfrentar la situación, porque yo, que por desgracia no tenía su nivel de agilidad, apenas había conseguido incorporarme para quedar sentada en el suelo.
Si se suponía que debía dar buena impresión para conseguir ayuda, ya iba mal.
El coche se detuvo a apenas unos metros de mí, lo suficiente cerca para que pudiera ver al hombre joven que era su conductor. Y al hacerlo, comencé a reír de nuevo sin remedio. Por supuesto, no podía haber venido a rescatarnos alguna simpática ancianita o un matrimonio agradable. No, por supuesto que no, tenía que venir un chico guapo.
Él bajó del coche con un paraguas y me miró con una sonrisa dudosa, quizá debatiéndose entre si reír conmigo o llamar al psiquiátrico más cercano. Su voz, grave y profunda con un impecable acento británico, preguntándome si podía ayudarme, me hizo suspirar.
—Madre mía…
—¿Española? —preguntó extrañado acercándose a mí.
Aquello me sorprendió, pues había pasado de un inglés impecable a un español sin ningún tipo de acento en apenas un pestañeo.
—Padre inglés y madre española —explicó ante mi mirada de extrañeza—. ¿Necesitáis… ayuda?
Al ver que me tendía la mano para que me incorporara, le mostré las mías cubiertas de barro como toda respuesta antes de levantarme por mí misma todo lo elegantemente que fui capaz. Ya de pie, me di cuenta de lo alto que era, pues apenas le llegaba a la altura de su barbilla, y casi me sentí tentada a retroceder otro paso para poder verle bien.
—El coche, ese en el que mi amiga trata tan desesperadamente de esconderse —señalé, aunque no hubiera ningún otro—, se ha quedado atascado en el barro. Quizá podrías decirnos el número de alguna grúa, o algún servicio de transporte…, no sé.
Ahora que la adrenalina comenzaba a desaparecer, el frío parecía arreciar sobre mi ropa mojada y no pude evitar que se me escapara una pequeña risa nerviosa mientras rodeaba mi cuerpo con los brazos para intentar retener el calor. No sé si fue que lo notó o simple casualidad, pero se movió un poco, interponiéndose entre la brisa y yo de manera que no me golpeaba tan directamente, en un gesto que me sorprendió y conmovió a partes iguales.
—Me temo que el servicio de grúa más cercano está a dos horas —respondió tras un momento— y dudo que nadie os lleve a ningún lado con esta lluvia, aun así…, si necesitáis un lugar donde pasar la noche, hay un hotel aquí cerca al que podría acercaros.
—Pero… —dudé—. ¿Y el coche? No podemos dejarlo aquí.
—No bloquea la carretera y no creo que mucha gente venga por aquí con esta tormenta, podréis recogerlo mañana sin problemas —comentó mirando a su alrededor conforme lo decía.
Miré de nuevo el coche, me hubiera gustado hablarlo con Daniela, pero ni siquiera podía verla desde aquí y aunque la lluvia parecía haberse suavizado un poco, el cielo ya auguraba que todo podía recrudecerse en cualquier momento, por no hablar de que pronto el sol empezaría a desaparecer.
—O podéis quedaros aquí y esperar hasta que el barro se seque para sacarlo… —habló ante mi silencio.
Permanecía serio y sereno, con cierta formalidad, y aun así podía notar que una parte de él se estaba divirtiendo con todo aquello. Era la forma en la que su sonrisa se ladeaba un poco o como su gesto parecía volverse más encantador. Parecía de fiar, pero yo no podía evitar desconfiar. Y la parte macabra y un poco rebuscada de mi cabeza no dejaba de recordar el documental sobre sociópatas famosos que había visto hacía unas semanas.
—Mi amiga sabe taekwondo —solté sin pensar.
Y pude ver como se sorprendía, antes de apretar los labios tratando de contener lo que de seguro era una sonrisa.
—Vale.
—Bien —le contesté sin dejarme contagiar por su humor y manteniendo el gesto serio—. Espera aquí, voy a sacarla del coche.
Me giré dignamente, o todo lo digna que me podía girar cubierta de barro y mojada hasta los huesos, y pude oírlo reír a mi espalda en cuanto me alejé apenas unos pasos. Un risa grave y resuelta, que me hizo temblar incluso más que el frío.



Deja un comentario